El ‘jazz’ vuelve a África a impregnarse de sus sonidos tradicionales

Los mercados han sido, históricamente, territorios ambivalentes. Pueden proveer bienes, en todos los sentidos de la palabra, o facilitar el tráfico de productos que conllevan dolor, e incluso de mercancías humanas. Rodeando la desembocadura del río Senegal en el Atlántico, en la ciudad Saint Louis —que fue capital imperial de toda el África occidental francófona, hasta 1902— los mercados abrían sus puertas y, de allí, salían viajes transatlánticos con materias primas indispensables al otro lado del mar, y también personas esclavizadas. “Con ellas iba la mano de obra y el conocimiento de cómo cultivar arroz en los pantanos; también la música”, advierte Birame Seck, responsable artístico del Saint Louis Jazz Festival, que celebró su 33º edición, del 28 de mayo al 1 de junio.
“Ellos poblaron los campos, las plantaciones, y entonces aparecieron los sonidos que los acompañaban en el destierro”, continúa Seck. Con la percusión y los cantos que permitían soportar anímicamente aquellas jornadas de trabajo indigno, brotó la semilla del jazz, una música norteamericana de nacimiento, pero mestiza y profundamente inclusiva. Desde las costas africanas, los hacedores de ritmos tradicionales, a su vez, conocieron la influencia de multitud de culturas que comerciaban en el continente. “Hemos vivido con ingleses, con franceses, con árabes… Y cuando se desató la Segunda Guerra Mundial, hubo alianzas y confrontaciones de músicas, conocimos otros instrumentos que llegaban con los ejércitos”, relata el programador. Aquellas melodías que se tocaban con vientos y bronces europeos se toparon, en África del Oeste, con “este bastión de instrumentos tradicionales que hoy encontramos en las formaciones de jazz, como el balafón, la kora o el djembé”, en palabras de Seck. La música evoluciona y, con ella, se narra una historia de circulación cultural.
El ‘jazz’ es una música que hunde sus raíces aquí y lo que proponemos es que vuelva impregnarse de los sonidos de la región
Birame Seck, responsable artístico del Festival
“Creemos que el jazz es una música que hunde sus raíces aquí y lo que proponemos es que vuelva impregnarse de los sonidos de la región. El jazz es la ausencia de barreras, de nacionalidad, sociales o étnicas”, sostiene el programador del festival que, a lo largo de su historia, ha traído a músicos de primer nivel como Herbie Hancock, Stanley Clarke, Joe Zawinul o Marcus Miller. En su más reciente edición, contra todos los problemas de financiamiento a los que se enfrenta la asociación que lo organiza, han pasado, entre otros, el músico español Marco Mezquida, la italiana Rosa Brunello, el portugués Salvador Sobral —rodeado de la familia senegalesa que tiene por parte de su esposa—, los clásicos franceses de Sixun y el hijo dilecto del lugar Alune Wade, quien presentó su último disco, New African Orleans.
En las calles de arquitectura colonial de Saint Louis, los jazzeros devotos hablan de una música hecha de una llamada y una respuesta, como si fuera el ritmo de una conversación que posiblemente comenzó tras unas rejas, a orillas de un río, continuó en la bodega de un barco y se volvió arte y supervivencia en una plantación de arroz o algodón. La pregunta que flota en el aire hoy es si, por fin, el jazz está volviendo a África como un boom.
Para el historiador Papis Samba, el jazz “no es potestad de ningún continente o cultura. “Es importante recordar que no es únicamente lamento y queja, sino también liberación y esperanza”, explica Samba, que participó en una mesa de debate al cabo de la proyección de un documental sobre la exploración que el bajista Alune Wade ha hecho en Luisiana. Se trata, en su concepto, de “algo comparable a la Novena Sinfonía de Beethoven, que es un himno a la fraternidad humana y a la alegría”. En el caso de los primeros jazzistas negros, dice Samba, “ellos desarrollaron un sentimiento de orgullo nacional, y es comprensible, dado el contexto en el que vivieron, de ahí que su creación puede considerarse un humanismo del siglo XX”.

Para el músico Alune Wade, “si Saint-Louis, Dakar, Gorée o Rufisque acogieron a las primeras bandas de jazz en este país, debido a los discos que llegaban a las bases militares, lo mismo ocurrió en Nueva Orleans, después de la Guerra de Secesión”. En su criterio, a esa materia prima habría que agregar “la música clásica europea, porque se podría decir que Tchaikovsky y Stravinsky también eran músicos de jazz”. Luego todo se mezcló con “el blues, el boogie-woogie y los ritmos africanos”.
Wade relata que comprendió que el jazz es más que música cuando conoció Nueva Orleans: “Creo que es un concepto, un movimiento y, sobre todo, un testimonio de la historia, una de las cosas más bellas que la humanidad ha tenido que crear en los últimos siglos”.
Un itinerario triangularEn Luisiana, para el músico comenzó otro viaje por una cultura afrocriolla que fue construida por todos los pueblos africanos allí representados, y que narra esta “relación triangular entre África, América y Europa, desde hace cuatro siglos”. De allí surge la convicción de que el jazz es sonido, pero también espiritualidad y hasta cocina tradicional.
El bajista, que cuenta que él nació con el privilegio de tener un padre músico y alto funcionario, con una familia en la que un hijo se podía permitir estudiar en Europa, aboga por hacer que este estilo sea accesible a los chicos de otros barrios. Incluso cree que él mismo tendría que expresar las razones del jazz en wolof (el idioma nativo del país). Desea implicar a los jóvenes instrumentistas tradicionales de balafón y consultarles su perspectiva. Quiere salir a ver a la gente de la calle, proponerles que utilicen lo que saben hacer para entender esta forma de arte, “porque el jazz es una forma de reflejar la sociedad”.
Es importante recordar que el ‘jazz’ no es únicamente lamento y queja, sino también liberación y esperanza
Papis Samba, historiador
“En Senegal hemos tenido la suerte durante décadas de contar con una cultura bastante ecléctica, ya sea en el ámbito ritual o cultural”, señala. Ese eclecticismo religioso y musical teje la trama de una red que se extiende hasta los pantanos del sur de los Estados Unidos. Para Wade, “el jazz del futuro será el que cuente las historias de vida de los músicos que lo toquen, así como yo interpreto la música de mi tiempo, para añadir mi piedrecita al edificio”. En el caso de su último trabajo, hay también un homenaje a otros compositores como Fela Kuti y Manu Dibango. “Creo que nos corresponde a los músicos africanos versionar clásicos africanos, de la misma manera que lo hacen los músicos estadounidenses. Todavía nos quedan muchas cosas por sacar a la luz”, concluye.
Entre esas voces que aún no han sido suficientemente reversionadas en el continente africano se destaca la de Aminata Fall (Saint Louis, 1930-2002), una mujer venerada en su ambiente, pero poco conocida por el gran público. Para celebrar su figura, en una mesa sobre la transmisión oral del estilo musical, la bajista Maah Keita la recordó como alguien que verdaderamente comprendía que “el jazz es algo que llevamos en el cuerpo todos los músicos, y en particular las mujeres, que somos las que transmitimos los mensajes a través de la oralidad”.
Para ella, una música y modelo albina que milita por la comprensión del albinismo en África, aboga por visibilizar el jazz tal como se procura dar a conocer a las personas con rasgos diferentes a los mayoritarios. “Va más allá de lo que se hace para entretener o distenderse, y se dirige a quienes pueden apreciar las sutilezas, las divisiones rítmicas o percibir la instrumentación, y para eso hay que orientar al público”, dice.
La antropóloga Helen Regis, opina que esta “música nacida del fenómeno de la creolización (o hibridación) surgida del contacto imprevisible e inesperado”, es un “sonido de siglos y el choque de océanos”. A su juicio, “no puede haber universal en el jazz, solo diferencias; y esto es lo que da su dimensión, la relación con el otro, con la alteridad. En el jazz, hay una palabra que espera otra palabra”. La respuesta requiere volver a África.
EL PAÍS