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Entre el corazón y los algoritmos: el docente en la era de la IA

Entre el corazón y los algoritmos: el docente en la era de la IA

He sido profesor de educación superior durante más de 20 años. Y, como tantas mujeres apasionadas por lo que hacen, vivo cada semestre con una mezcla de anticipación y entusiasmo. Enseñar para mí es más que transmitir conocimientos: es guiar, acompañar, creer. Es un rol casi maternal: me emociono con los logros de mis estudiantes, me entusiasman sus éxitos y me preocupa cuando se pierden.

En estas dos décadas he visto pasar varias generaciones. La generación poscrisis fue cautelosa y poco exigente, marcada por un período de moderación. Luego vinieron los estudiantes de la pandemia, agradecidos por cada momento de socialización en persona, resilientes y necesitados de conexión humana. Y ahora, aquí estoy, enseñando a la llamada generación de Inteligencia Artificial. Una generación hiperconectada, llena de herramientas a su disposición, con acceso ilimitado a la información, pero que a menudo necesita ayuda para transformarla en conocimiento.

Cuando son buenos, son excelentes: dinámicos, creativos, emprendedores. Les encanta experimentar, sugerir, crear. Pero también hay quienes quedan deslumbrados por su facilidad. ¿Quién utiliza la IA como un atajo y no como una herramienta? Y ahí es donde entra mi papel: enseñar a la gente a pensar. Distinguir qué es soporte y qué es reemplazo. Ver a la IA como un aliado, no como una muleta.

En la educación superior, la IA puede ser un valor añadido. Le permite acceder rápidamente a los datos, organizar ideas y personalizar la enseñanza. En mis clases fomento su uso responsable: para apoyar proyectos, probar hipótesis, estructurar el pensamiento. Pero siempre con la premisa de que la creatividad, la ética y la visión crítica pertenecen a los estudiantes.

Como mujer, hay algo profundamente significativo en estar en un lugar donde eres moldeada, guiada y empoderada. Porque enseñar no es sólo transmitir contenidos: es abrir horizontes, proporcionar herramientas, crear puentes. Y, con cada estudiante que gana confianza, con cada estudiante que encuentra su voz, siento que estoy contribuyendo a un futuro más consciente, más preparado, más justo.

Los jóvenes de hoy son rápidos, sí, pero también son sensibles, atentos y ansiosos por marcar una diferencia. Necesitan retos, orientación y, sobre todo, alguien que crea en ellos.

Mi trabajo es mostrarles que el conocimiento no está sólo en los libros: también está en la curiosidad, en escuchar, en compartir. Y esa tecnología, por más avanzada que sea, nunca reemplazará la belleza de un momento de verdadero aprendizaje. Esa chispa en sus ojos cuando notan algo por primera vez. La risa compartida en clase. El coraje de presentar una nueva idea.

Básicamente, ser profesor es esto: una dedicación constante, una inversión emocional, una creencia obstinada en los demás. Es una profesión exigente, agotadora, pero infinitamente gratificante.

Tengo muchas esperanzas en esta generación. Una esperanza que no es ingenua, sino informada. Quien reconoce los desafíos, pero ve oportunidades en ellos. Creo que si saben utilizar bien las herramientas que tienen, si se les anima a pensar y no sólo a reproducir, si se les plantean exigencias y se les apoya con empatía, entonces pueden ser una generación brillante.

El futuro se está construyendo ahora, en las aulas, en las pantallas, en las conversaciones que tenemos, en los trabajos que calificamos, en los sueños que ayudamos a dar forma. Y es un privilegio ser parte de eso. Con corazón, con exigencia y con la certeza de que, entre algoritmos y afectos, la educación sigue siendo uno de los mayores actos de transformación del mundo.

observador

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